lunes, 22 de julio de 2013

Aquellas tardes de verano...



Aquellas tardes de verano, comenzaban con la siesta, con la obligatoria y aborrecida siesta...

Pues sí...

Había que acostarse, después de comer...

Cerraban las contraventanas, toda la casa quedaba sumida en una semipenumbra...

Fuera, el duro sol de estío...

Hasta los catorce años, en que dije claramente que se acabó, la siesta era una institución...

Vuelta para aquí, vuelta para allá, y, en total, que no se dormía...

¡Qué se iba a dormir...!

Algunas veces, me llevaba un libro a escondidas, y así, viajaba a las regiones polares, en compañía de Amudsen, o vagaba por las selvas tropicales, o volaba sobre el Atlántico,
en un DC3...

Siempre atento a que no me sorprendieran...

Sobre las seis o seis y media de la tarde, nos dejaban levantarnos...

Y, hermanos, tíos y primos, repeinados, con nuestros pantaloncillos, los "nikys", 
y las consabidas "maripís", 
cruzábamos la calle mayor, rumbo a los glacis de la Ciudadela...

¡Allí era la libertad...!

Yo miraba hacia el norte, hacia las montañas, y pensaba que algún día,
iría más allá, cruzaría esa barrera, 
y sabría cómo era el mundo allende los Pirineos...

Mientras..., ¡a jugar...!

Juegos de esa agridulce infancia, perdida en una nebulosa de recuerdos...

Luego, al parque...

Corretear, persiguiéndonos, entre los umbrosos jardines...

Llegaba la noche...

Todavía quedaba un rato de esparcimiento...

Y a casa...

La cena, las doradas patatas fritas de la abuela, apetitosas,
crujientes, que acompañaban al huevo frito o a la chuleta...

Y el vaso de leche..., fresca, sabrosa...

A veces, creo que todos sentimos las mismas ganas de gritar:

¿Dónde se fue mi infancia...?

Pero..., no hay respuesta...




(Archivo: cuevadelcoco).



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