martes, 27 de septiembre de 2022

Sólo con palabras... (3).




Guerite Yourcebar, 


        Nadie sabía más que él de albas y auroras. Porque el trabajo de Marcelino "el lucero", consistía en recorrer las calles, pértiga al hombro, accionando el interruptor de las viejas farolas. Para él, no había domingos ni fiestas de guardar, ni festejos ciudadanos. Incluso en las festividades del Viernes de Mayo, o de Santa Orosia y San Pedro, hacía su ronda, impasible e indiferente. Su herramienta era una larga vara, seguramente la rama de algún árbol, rematada por un gancho, con el que, y se necesitaba habilidad para ello, iba alumbrando la ciudad. Quizás no fuera reconocida su labor. Tenía mucho mérito abandonar la dulce tibieza del lecho en un gélido amanecer de enero, cuando todos, arrebujados bajo las mantas, aún permanecíamos entregados al sueño. O en los ardientes ocasos estivales, cuando, sudoroso y un tanto encorvado, lo veía pasar por mi calle, desde el balcón o la ventana. En el buen tiempo, mis abuelos, se asomaban también, y lo saludaban con un gesto amistoso, al que Marcelino correspondía con breve sonrisa, que parecía decir: "Alguien tiene que hacerlo...!" Todos tenemos alguna virtud, como decía el emperador Adriano, en las magníficas memorias escritas por Marguerite Yourcenar.  Y su virtud era que nadie cantaba las joyas como él, aunque no solía prodigarse. Además, debía de tener una salud a toda prueba. Jamás llegué a saber dónde comenzaba su periplo lumínico, ni dónde le ponía término. 

          Pero, un grupillo de colegiales traviesos, lo sabía, con pelos y señales. El caso es, que, con cañas y alambres, fabricaron un remedio de la pértiga de Marcelino. Y, bien organizados, con vigías situados estratégicamente, deshacían lo hecho por el buen hombre, que, avisado por algún "municipal", volvía a reiniciar el alumbrado. "No nos pasemos de hacerlo muy bien...", oí decir a alguien. Los chicos también debían de conocer el aforismo, al menos, lo intuían. Y, durante tres o cuatro días, hacían abstinencia de su travesura. Con las orejas bien orientadas, se hacían eco del cabreo de Marcelino. Porque los interruptores no presentaban signos de desgaste, ni de fallo alguno. Y siguieron haciéndole la puñeta, aunque el asunto se presentaba cada vez más avieso. Nunca llegué a saber cómo terminó la historia... Unos años más tarde, el Ayuntamiento instaló farolas nuevas, con encendido y apagado automáticos. Marcelino "el lucero", pasó a otras ocupaciones, pero, para mí, que añoraba la época en la que las calles eran suyas y el silencio lo envolvía...

Qué fue de aquellos chicos...?

Como la vida no es lineal, lo mismo que la historia, seguramente ya serán abuelos, y estarán desperdigados por aquí y por allá...

Y quedarán muy pocos que recuerden a Marcelino, rompiendo las sombras de la tarde...










(Archivo: jacaenlamemoria).













domingo, 25 de septiembre de 2022

Sólo con palabras... (2).






     En la calle del Carmen, había un pequeño establecimiento, regentado por Doña Julia Rufas. Allí podía hallarse todo lo necesario para un escolar: Lápices, gomas, cuadernos cuadriculados, de rayas o sin rayar, sacapuntas, plumillas y mangos donde asentarlas, reglas, escuadras y cartabones, cajas de lápices de color...

          Y tebeos!

         Puerta de entrada, y escaparate.  La puerta, al entrar, hacía sonar unos cascabeles o campanitas, nunca lo supe con seguridad. Y allí estaba la señora Rufas, tras el mostrador, siempre bien dispuesta para atender a sus clientes. Pequeña tienda, sí, pero la más concurrida por la población colegial. Porque, la buena señora, y era en verdad buena, había adoptado un sistema de cambio, de novelas y tebeos, incluso de aquellas fotonovelas que Corín Tellado producía con tanta facilidad. Las novelas que se intercambiaban, eran, sobre todo, del Oeste. 

         Lo importante en un país, es que se lea. Porque, de aquellas historias de broncas entre vaqueros, intrigas policíacas e historias de amor, más de uno pasaría a lecturas más profundas... Ojalá haya sido así!

         Claro, que, como niños, lo interesante eran los tebeos. Cambiar un tebeo, costaba cincuenta céntimos de aquellos, con su agujerito en el centro. Todos los jueves, iba con mis dos ejemplares en una mano, y una peseta en la otra, a la búsqueda de otros dos no leídos. La buena señora, tomaba tebeos y peseta, y me ponía delante, sobre el mostrador, un montón de "Jaimito", "TBO", "Pulgarcito" o "DDT", a los que pasaba revista, seleccionaba un par, y, previa despedida a Doña Julia, (...había que estar muy a buenas con ella...), salía camino de casa, resistiendo la tentación de comenzar a leer por el camino. 

            Por qué los jueves...?

         Pues porque era el día más relajado de la semana. Domingos y festivos...otro cantar. Y, con el bocadillo de queso, y los dos tebeos, sentado en una silla pintada de verde por mi abuelo, me sentía bien.

         Y sentirse bien, en aquellos tiempos, aunque fuese por un par de horas, constituía un lujo, visto desde ahora, que estamos machacados por la vida... Que sería de nosotros, sin esos recuerdos...?

          No puedo ni quiero pensarlo...!










          Archivo: jacaenlamemoria 

       






    

viernes, 23 de septiembre de 2022

Sólo con palabras... (1)

      


     Por estas fechas, y en aquellos años, ya estábamos de nuevo en el colegio... Los días resplandecientes de verano, quedaban atrás. Y, al mirar hacia adelante, creo que a todos nos entraba una congoja, un "algo" molesto, porque el camino que podíamos contemplar, no era un camino de rosas, precisamente. El colegio... Los largos pasillos, sombríos, igual que las aulas. Y los claustros, más oscuros todavía. Nosotros, escolares inocentes e ignorantes del mundo, volvíamos a vestir la bata colegial, tomábamos la usada cartera, donde se alojaba el plumier, los cuadernos, y los  textos. Que se reducían a una enciclopedia, un libro de lectura, el cuaderno de caligrafía, y el catecismo. Decía cuadernos... En realidad, sólo uno. Cuando se terminaba, íbamos a cualquiera de las papelerías, quizás a la más cercana, y regresábamos, provistos de uno nuevo. ¡Ay, septiembre...! Nubes que pasaban veloces sobre el patio de recreo, libres, sueltas... Y cada atardecer, vuelta a casa. Bocadillo y tareas escolares, deberes, como se decía entonces. "¿Has hecho los deberes, niño..."? El abuelo escuchaba la radio, mientras la abuela seguía con su labor de punto o de ganchillo. Tras los cristales, caía la tarde. Acaso un poco de alegría, en la calle, con los dos o tres amigos más cercanos. Pasaba Marcelino, "el lucero", con su pértiga, encendiendo las vetustas farolas, y, nosotros, deteníamos los juegos, para contemplar cómo aquellas lámparas, iban cobrando vida. Porque, igual que los aparatos de radio, necesitaban un tiempo de "calentamiento". Se asomaba la abuela al balcón: "¡Sube, que ya está la cena...!" Y, dócilmente, aunque, con cierta sensación de fastidio, iba subiendo por aquellos escalones de madera, un tanto desgastados, entraba en casa, y allí estaban la sopa y la tortilla, y el vaso de lecho y la magdalena. Solía leer alguno de los libros de las estanterías de los pasillos. Hasta que el abuelo me mandaba a dormir. Y así, un día tras otro. La lluvia, repiqueteaba en el tejado de zinc, que cubría la mitad del patio interior, desde donde trepaba la parra. La terraza, aún no se había llenado de hojas caídas. Pesados racimos colgaban de las ramas. Unas uvas gruesas, sabrosas... 

¿Cuántos amigos tenía...? No eran muchos, todos del barrio. Algunos, han partido ya. Otros, andan vete a saber dónde. Sin embargo, recuerdo sus rostros, sus voces, y, por supuesto, aquellas breves y dulces horas compartidas, que eran lo mejor de la jornada. Otro día, hablaré de ellos. El reloj de la torre, daba primero los cuartos, que sonaban cristalinos, como la campanilla de los monaguillos. Luego, diez campanadas, rotundas y sonoras, solemnes. Que se repetían pasado un minuto. El reloj de pared, también daba las horas. Un reloj que aún me hace compañía, y que sigue funcionando con regularidad. hay que darle cuerda cada siete u ocho días. La llave, hace crepitar el mecanismo: Primero, "se da cuerda" a la izquierda, que corresponde a las campanadas. Luego, a la derecha, para que la agujas sigan marcando el tiempo transcurrido. Un reloj de loable fidelidad. Mi abuelo, hasta que tuve dieciséis años, no me permitió abrirlo, cuando ya los toques se espaciaban, señal de que necesitaba nuevas energías. Un mecanismo que lleva funcionando un siglo, más o menos. Y allí, sigue, midiendo las horas que vamos dejando atrás.

Son las ocho y media. Acaba de sonar la campana de las medias horas. Y yo, dejo de escribir.

¡Mañana será otro día...!











Archivo: jacaenlamemoria.