La señora Apolonia, solía abrir la churrería al atardecer...
Nadie como ella, para elaborar esos deliciosos churros,
espolvoreados de azúcar, calientes,
con ese aroma, fiero incitador de la gula...
¡Qué buena y complaciente era la señora Apolonia...!
A pesar de su semblante serio,
ataviada con el delantal y los manguitos blancos,
siempre tenía un detalle para la gente menuda...
Mientras esperábamos nuestra apetecida cuota
de churros o patatas fritas, viendo nuestros rostros rostros ansiosos,
tomaba una tapadera,
la volvía del revés,
y allí volcaba esos productos salidos de sus manos,
y nos los ofrecía, sonriendo...
Luego, seguía con sus habilidades, junto a las enormes perolas,
murmurando... "-¡Qué poco cuesta hacerlos felices...!"
Observábamos, asombrados, con qué facilidad hacía los cucuruchos,
donde volcaba, ya churros, ya patatas,
endulzando aquellos y salando éstas...
En casa, intentábamos imitarla, con trozos de periódicos...
¡Nada...!
La magia de la señora Apolonia,
era inimitable, no tenía igual...
No sé si fue, a mediados de los años setenta,
cuando aún acudía a su establecimiento,
para volver a degustar,
más que aquellos sabores tan familiares,
el humo del local,
el olor del aceite,
y ese aire antiguo,
que rezumaban las paredes,
las mesas de mármol,
y el calor que desprendían los fogones...
Como si no hubiera pasado el tiempo...
¡Bendita sea su memoria...!
(Archivo: cuevadelcoco).