lunes, 22 de julio de 2013

La señora Apolonia...



La señora Apolonia, solía abrir la churrería al atardecer...

Nadie como ella, para elaborar esos deliciosos churros, 
espolvoreados de azúcar, calientes, 
con ese aroma, fiero incitador de la gula...

¡Qué buena y complaciente era la señora Apolonia...!

A pesar de su semblante serio,
ataviada con el delantal y los manguitos blancos,
siempre tenía un detalle para la gente menuda...

Mientras esperábamos nuestra apetecida cuota 
de churros o patatas fritas, viendo nuestros rostros rostros ansiosos,
tomaba una tapadera, 
la volvía del revés, 
y allí volcaba esos productos salidos de sus manos,
y nos los ofrecía, sonriendo...

Luego, seguía con sus habilidades, junto a las enormes perolas,
murmurando... "-¡Qué poco cuesta hacerlos felices...!"

Observábamos, asombrados, con qué facilidad hacía los cucuruchos,
donde volcaba, ya churros, ya patatas,
endulzando aquellos y salando éstas...

En casa, intentábamos imitarla, con trozos de periódicos...

¡Nada...!

La magia de la señora Apolonia,
era inimitable, no tenía igual...

No sé si fue, a mediados de los años setenta,
cuando aún acudía a su establecimiento, 
para volver a degustar,
más que aquellos sabores tan familiares,
el humo del local, 
el olor del aceite,
y ese aire antiguo,
que rezumaban las paredes, 
las mesas de mármol,
y el calor que desprendían los fogones...

Como si no hubiera pasado el tiempo...

¡Bendita sea su memoria...!




(Archivo: cuevadelcoco).




Aquellas tardes de verano...



Aquellas tardes de verano, comenzaban con la siesta, con la obligatoria y aborrecida siesta...

Pues sí...

Había que acostarse, después de comer...

Cerraban las contraventanas, toda la casa quedaba sumida en una semipenumbra...

Fuera, el duro sol de estío...

Hasta los catorce años, en que dije claramente que se acabó, la siesta era una institución...

Vuelta para aquí, vuelta para allá, y, en total, que no se dormía...

¡Qué se iba a dormir...!

Algunas veces, me llevaba un libro a escondidas, y así, viajaba a las regiones polares, en compañía de Amudsen, o vagaba por las selvas tropicales, o volaba sobre el Atlántico,
en un DC3...

Siempre atento a que no me sorprendieran...

Sobre las seis o seis y media de la tarde, nos dejaban levantarnos...

Y, hermanos, tíos y primos, repeinados, con nuestros pantaloncillos, los "nikys", 
y las consabidas "maripís", 
cruzábamos la calle mayor, rumbo a los glacis de la Ciudadela...

¡Allí era la libertad...!

Yo miraba hacia el norte, hacia las montañas, y pensaba que algún día,
iría más allá, cruzaría esa barrera, 
y sabría cómo era el mundo allende los Pirineos...

Mientras..., ¡a jugar...!

Juegos de esa agridulce infancia, perdida en una nebulosa de recuerdos...

Luego, al parque...

Corretear, persiguiéndonos, entre los umbrosos jardines...

Llegaba la noche...

Todavía quedaba un rato de esparcimiento...

Y a casa...

La cena, las doradas patatas fritas de la abuela, apetitosas,
crujientes, que acompañaban al huevo frito o a la chuleta...

Y el vaso de leche..., fresca, sabrosa...

A veces, creo que todos sentimos las mismas ganas de gritar:

¿Dónde se fue mi infancia...?

Pero..., no hay respuesta...




(Archivo: cuevadelcoco).