Mayo, 1964.
Las noches ya eran tibias...
Habían vuelto las golondrinas, al comienzo del mes...
El anochecer, en la terraza, bajo la parra, que ya comenzaba a tener ensanchar sus hojas, era un momento de calma, de sosiego...
Mi abuela Gertrudis, sentada en una silla, contemplaba las primeras estrellas...
Y, desde el jardín de los Irigoyen, se escuchaba el canto del cuco...
No era precisamente un canto, sino un grito suave...
Algo así como "¡cú...!", y luego, otro, y otro...
Mi abuela me enseñó un juego...
Había que decir:
"Cuculo de mayo,
cuculo de abril,
dime cuántos años
me das pa´ vivir...!"
Luego, se contaban las veces seguidas que el cuco había cantado...
Decía mi abuela, que cuando era moza, se sentaba con la zagalería del lugar e invocaban al "oráculo" del cuco...
Y si el pájaro, que nunca ha tenido muy buena fama, se detenía pronto, exclamaban, con un suspiro: "¡Ay, qué pocos...!"
Pero se podía volver a intentar...
También se jugaba a adivinar cuántas veces seguidas cantaría...
Y mi abuela y yo, rara vez acertábamos...
Entretanto, ya era noche cerrada...
Mi abuelo Enrique, nos llamaba desde la cocina: "¡Hala, que váis a coger frío...!"
En realidad, estaba esperando la cena...
Y su tiempo junto a la radio, hasta que le vencía el sueño y se iba a dormir...
Mi abuela, proseguía su labor de ganchillo, y yo, leía ese libro que tanto me estaba gustando...
Porque hablaba de lejanas tierras...
De lugares jamás hollados por el hombre, y a los que se dirigía algún explorador...
El cuco, con la doble puerta ya cerrada, y echadas las contraventanas, seguramente seguiría lanzando su monodia a los espacios nocturnos...
Seguramente...
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