Para llegar al Puente de San Miguel, sobre el Río Aragón, había un camino, que comenzaba debajo del "Rompeollas", lleno de piedras, e intransitable en época de lluvias. También, y éste, para muchos, resultaba más cómodo, consistía en seguir la carretera que conocíamos como de Banaguás. Yo prefería el primero. A mediados de mayo, si la tarde era soleada, terminaba de comer, y escuchaba en inevitable comentario: "¿...dónde vas a estas horas...? Y con el bocado en la boca... Mira si no podías estarte quieto un rato, descansando..." Pues no, no podía... En la mochila que usaba cuando me iba de campamentos de verano, llevaba un recipiente de aluminio, abollado, a fuerza de uso, y una tijeras, además de un ovillo de cuerda. El sol de mayo, siempre es amable, acogedor a cualquier hora del día. ¡Cuántas mañanas, me levantaba temprano, y recorría el parque solitario y silencioso...! Sólo por contemplar cómo, el sol, en esa feliz hora del día, acariciaba las copas de los árboles, en su extremo más alto. Luego, me iba, feliz, al Instituto. Pero ese recuerdo me acompañaba el resto del día, y era capaz de ayudarme a resistir la inquietud del aula, el trajín que se producía al cambiar de unos textos a otros. durante aquél año, y también en el siguiente, las clases comenzaban a las nueve de la mañana. Y teníamos dos tardes libres: Miércoles y sábados. Sí, era un miércoles por la tarde cuando me encaminé al Puente de San Miguel. Lo cruzaba, contemplando las montañas del Norte, en las que la nieve seguía agarrada con tenacidad, y, a la derecha, llegaba a un lugar, para mí muy querido, donde los lirios ya habían florecido. "Mirad los lirios del valle..." Inevitable era que no evocara este fragmento... Luego, con las tijeras, cortaba una docena de lirios, sólo doce, y, con el cordel, los unía para que no se dañaran. Descendía luego, vuelta a cruzar el puente, y llenaba de agua, hasta la mitad, el recipiente de aluminio, que iba provisto de un asa. El agua del Río Aragón, bajaba muy fría, casi helada. Los lirios, llegarían a casa sin tener tiempo a ponerse mustios. El camino de vuelta, la verdad es que se hacía un poco pesado. Pero, sin darme cuenta, esta otra vez bajo el parque, que evitaba atravesar, porque, a esa hora, ya estaba plagado de estudiantes. Una vez en casa, los cambiaba a un jarrón de cristal. ¡Qué perfume tan tenue, tan delicado como los pétalos...! Los lirios aguantaban varios días, incluso algún capullo llegaba a abrirse... Pero el tiempo todo se lo lleva... Al final, mi madre se encargaba de hacerlos desaparecer. Regresaba de clase un mediodía, y ya no estaban... Sentía, un íntimo dolor, una indescriptible sensación de pérdida... Aunque volviera a cruzar el Puente de San Miguel, y regresara cargado de nuevos lirios, ya no sería lo mismo... Mayo daba paso a junio y a los exámenes finales. Todo quedaba atrás, en esos vertiginosos días, y aquellas flores se diluían en la memoria. Con todo, algún atardecer, cuando, tumbados sobre la hierba, contemplábamos el ocaso, cerraba los ojos, y me parecía percibir aún ese aroma sutilísimo, inalcanzable, que era semejante a una tibia caricia en día triste. Seguramente, volvería al siguiente año, seguramente...
(Archivo: cuevadelcoco).