viernes, 23 de septiembre de 2022

Sólo con palabras... (1)

      


     Por estas fechas, y en aquellos años, ya estábamos de nuevo en el colegio... Los días resplandecientes de verano, quedaban atrás. Y, al mirar hacia adelante, creo que a todos nos entraba una congoja, un "algo" molesto, porque el camino que podíamos contemplar, no era un camino de rosas, precisamente. El colegio... Los largos pasillos, sombríos, igual que las aulas. Y los claustros, más oscuros todavía. Nosotros, escolares inocentes e ignorantes del mundo, volvíamos a vestir la bata colegial, tomábamos la usada cartera, donde se alojaba el plumier, los cuadernos, y los  textos. Que se reducían a una enciclopedia, un libro de lectura, el cuaderno de caligrafía, y el catecismo. Decía cuadernos... En realidad, sólo uno. Cuando se terminaba, íbamos a cualquiera de las papelerías, quizás a la más cercana, y regresábamos, provistos de uno nuevo. ¡Ay, septiembre...! Nubes que pasaban veloces sobre el patio de recreo, libres, sueltas... Y cada atardecer, vuelta a casa. Bocadillo y tareas escolares, deberes, como se decía entonces. "¿Has hecho los deberes, niño..."? El abuelo escuchaba la radio, mientras la abuela seguía con su labor de punto o de ganchillo. Tras los cristales, caía la tarde. Acaso un poco de alegría, en la calle, con los dos o tres amigos más cercanos. Pasaba Marcelino, "el lucero", con su pértiga, encendiendo las vetustas farolas, y, nosotros, deteníamos los juegos, para contemplar cómo aquellas lámparas, iban cobrando vida. Porque, igual que los aparatos de radio, necesitaban un tiempo de "calentamiento". Se asomaba la abuela al balcón: "¡Sube, que ya está la cena...!" Y, dócilmente, aunque, con cierta sensación de fastidio, iba subiendo por aquellos escalones de madera, un tanto desgastados, entraba en casa, y allí estaban la sopa y la tortilla, y el vaso de lecho y la magdalena. Solía leer alguno de los libros de las estanterías de los pasillos. Hasta que el abuelo me mandaba a dormir. Y así, un día tras otro. La lluvia, repiqueteaba en el tejado de zinc, que cubría la mitad del patio interior, desde donde trepaba la parra. La terraza, aún no se había llenado de hojas caídas. Pesados racimos colgaban de las ramas. Unas uvas gruesas, sabrosas... 

¿Cuántos amigos tenía...? No eran muchos, todos del barrio. Algunos, han partido ya. Otros, andan vete a saber dónde. Sin embargo, recuerdo sus rostros, sus voces, y, por supuesto, aquellas breves y dulces horas compartidas, que eran lo mejor de la jornada. Otro día, hablaré de ellos. El reloj de la torre, daba primero los cuartos, que sonaban cristalinos, como la campanilla de los monaguillos. Luego, diez campanadas, rotundas y sonoras, solemnes. Que se repetían pasado un minuto. El reloj de pared, también daba las horas. Un reloj que aún me hace compañía, y que sigue funcionando con regularidad. hay que darle cuerda cada siete u ocho días. La llave, hace crepitar el mecanismo: Primero, "se da cuerda" a la izquierda, que corresponde a las campanadas. Luego, a la derecha, para que la agujas sigan marcando el tiempo transcurrido. Un reloj de loable fidelidad. Mi abuelo, hasta que tuve dieciséis años, no me permitió abrirlo, cuando ya los toques se espaciaban, señal de que necesitaba nuevas energías. Un mecanismo que lleva funcionando un siglo, más o menos. Y allí, sigue, midiendo las horas que vamos dejando atrás.

Son las ocho y media. Acaba de sonar la campana de las medias horas. Y yo, dejo de escribir.

¡Mañana será otro día...!











Archivo: jacaenlamemoria.




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