Para mí era la puerta de Europa. Envidiaba los trenes que cruzaban este puente sobre las vías, porque más allá se abría un mundo fascinante y desconocido. Con mi padre, que le gustaban las estaciones, paseábamos por el andén las tardes de verano. Siempre volvía con unos cuatos grillos y la sensación de que "más allá" se podía ser feliz.
Mr. Lemôine, del que ya hablaré, llegaba a la ciudad a finales de junio, y se iba un mes o un mes y medio más tarde. Pasaba un tiempo con nosotros, otro tiempo en Riglos, y aparecía en casa, sonriente, y ofreciéndome almendras saladas, que sacaba del bolsillo de su cazadora de pana.
Mi padre y yo lo acompañábamos a la estación, y contemplábamos cómo partía, diciéndonos adiós con la mano.
Yo me quedaba triste.
No sólo porque se iba una persona que era la bondad misma, sino porque yo no cruzaba ese puente en dirección al norte, en dirección a países que se me antojaban diferentes.
Aún existe ese puente, y seguirá durante mucho tiempo.
Alguna tarde, me he acercado a él, para ver llegar el tren, y verlo partir en dirección a la llanura.
Humilde e inadvertido puente, puerta de Europa, quizás algún día cruce bajo tu sólida construcción de piedras y emprenda un viaje largo, muy largo, hacia esos lugares y ciudades que siempre he querido visitar.
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